Hoy me he encontrado, en el blog El arte de educar, un cuento de mi infancia que me inculcó, junto con otros cuentos,
la importancia de la libertad, la igualdad, el querer ser uno mismo sin seguir
ciegamente los estereotipos sociales, desarrollando un pensamiento crítico,
cuestionando y pensando el porqué de aquello que nos rodea.
Esto me vuelve a recordar la importancia que tienen los cuentos para la educación, especialmente, y dando por hecho la importancia para el desarrollo de la lectoescritura y el gusto lector, para la EDUCACIÓN EN VALORES.
Texto de Adela Turín
Ilustraciones de Nella Bosnia
Editorial: Lumen
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Todo esto se debía a que, desde el mismo día de su nacimiento, las elefantas sólo comían anémonas y peonias. Y no era que les gustaran estas flores: las anémonas- y todavía peor las peonias- tienen un sabor malísimo. Pero eso sí, dan una piel suave y rosada y unos ojos grandes y brillantes.
Las
anémonas y las peonias crecían en un jardincillo vallado. Las elefantitas
vivían allí y se pasaban el día jugando entre ellas y comiendo flores.
“Pequeñas”,
decían sus papás, “ tenéis que comeros todas las peonias y no dejar ni sola
anémona, o no os haréis tan suaves como vuestras mamás, ni tendréis los ojos
grandes y brillantes, y, cuando seáis mayores, ningún guapo elefante querrá
casarse con vosotras”.
Para volverse más rosas, las elefantitas llevaban zapatitos color de rosa, cuellos color de rosa y grandes lazos color de rosa en la punta del rabo.
Sólo
Margarita, entre todas las pequeñas elefantas, no se volvía ni un poquito rosa,
por más anémonas y peonias que comiera. Esto ponía muy triste a su mamá
elefanta y hacía enfadar a papá elefante.
“Veamos Margarita”, le decían, “¿Por qué sigues con ese
horrible color gris, que sienta tan mal a un elefantita?¿Es que no te
esfuerzas?¿Es que eres una niña rebelde?¡Mucho cuidado, Margarita, porque si
sigues así no llegarás a ser nunca una hermosa elefanta!”
Y
Margarita, cada vez más gris, mordisqueaba unas cuantas anémonas y unas pocas
peonias para que sus papás estuvieran contentos.
Pero
pasó el tiempo, y Margarita no se volvió de color de rosa. Su papá y su mamá
perdieron poco a poco la esperanza de verla convertida en una elefanta guapa y
suave, de ojos grandes y brillantes. Y decidieron dejarla en paz.
Y un
buen día, Margarita, feliz, salió del jardincito vallado. Se quitó los
zapatitos, el cuello y el lazo color de rosa. Y se fue a jugar sobre la hierba
alta, entre los árboles de frutos exquisitos y en los charcos de barro.
Las
otras elefantitas la miraban desde su jardín. El primer día, aterradas. El
segundo día, con desaprobación. El tercer día, perplejas. Y el cuarto día,
muertas de envidia.
Al
quinto día, las elefantitas más valientes empezaron a salir una tras otra del
vallado. Y los zapatitos, los cuellos y los bonitos lazos rosas quedaron entre
las peonias y las anémonas.
Después de haber jugado en la hierba, de haber probado los
riquísimos frutos y de haber comido a la sombra de los grandes árboles, ni una
sola elefantita quiso volver nunca jamás a llevar zapatitos, ni a comer peonias
o anémonas, ni a vivir dentro de un jardín vallado. Y desde aquel entonces, es
muy difícil saber viendo jugar a los pequeños elefantes de la manada, cuáles
son elefantes y cuáles son elefantas,
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